Eduardo Huchín Sosa
CONTRA LOS PANORAMAS LITERARIOS
Las etiquetas nos ayudan a leer, nos proporcionan códigos. Una historia de ciencia ficción no se lee igual que una trama erótica (aunque exista Emmanuelle en el espacio), no pedimos a una novela de aventuras lo que le pediríamos a Dostoievski, porque cada obra nos proporciona las reglas por las cuales debe ser juzgada. Sin embargo, esas agrupaciones –tan útiles en materia de subgéneros- ya no se limitan a la aparición de magos, astronautas o cópulas a mitad de una trama sino que abarcan, por ejemplo, el acta de nacimiento del autor o el colofón del libro. Entonces el libro de un escritor campechano no se lee del mismo modo que se lee algún otro escritor; como si hubiera una diferencia intrínseca al texto. Pero no es así.
Aunque siempre hayamos tenido en cuenta el tiempo y el espacio para acercarnos a una obra, en la actualidad tiempo y espacio son cada vez más reducidos (antes la literatura podría ser de Oriente o de Occidente, después se necesitaron mapas, pero ahora no se puede leer nada sin una Guía Roji al lado). Hablar de literatura del norte, del sur o del centro nos está dando pautas imaginarias para saber cómo leer lo que produce cada una de esas regiones. Queremos creer que la literatura de cada estado produce cosas distintas como si de subgéneros se tratara.
Suponemos que con decir “literatura campechana” estamos organizando obras que presentan cosas en común, pero tomar a todos los autores mexicanos cuyo apellido comience con la letra “A” tiene la misma lógica. Es una forma arbitraria de ordenar los libros del estante. Hacer un diagnóstico de una literatura estatal –y hablar de décadas, generaciones, o años- produce el mismo desaliento que hacer un examen de conciencia antes de hincarnos en el confesionario. Surge automáticamente la culpa, porque evidentemente la idea desde el inicio era llegar a la pregunta de por qué no fuimos buenos si teníamos todo al alcance de la mano. ¿Por qué no ha nacido otro Juan de la Cabada? –decimos-, ¿por qué no concebimos un Becerra al menos, si ya a los tabasqueños les había tocado un Pellicer y un Gorostiza con apenas 4 años de diferencia?
Lo que habría que tener muy en cuenta es si un diagnóstico estatal –y su consecuente lamento- servirá para algo. De principio, una parcela llamada “literatura campechana” ha servido para leer a gente que no habríamos leído de otra forma. En ese sentido, la denominación de origen ha cumplido con los años una función noble y diríamos que necesaria. Pero al mismo tiempo, la etiqueta de “autor campechano” ha servido para leer a los escritores de un modo particular: ya sea de forma indulgente o corrosiva, pero nunca como si se tratara de un desconocido. Sabemos que son amigos, maestros, vecinos, porque en Campeche, toda literatura está ligada a un sujeto al que hemos dado la mano alguna vez.
De ahí la inutilidad de fijar un estado de las cosas literarias. ¿Qué se logra?, ¿la conciencia de que la buena literatura es escasa por definición? Ya lo sabíamos. ¿La exigencia de tener mejores autores? A quién queremos engañar. La literatura es un trabajo solitario y sin pasaporte, tanto cuando se escribe como cuando se lee. Las denominaciones de origen –la salud de las cada vez más pequeñas repúblicas de las letras- sólo les interesan a historiadores y a otros escritores. Son maneras de manipular las lecturas para que definan el retrato que también los incluye. La lectura honesta de un libro no arroja panoramas. Te habla desde la tierra de nadie, que es tierra de todos.