VALERIE CAMPOS
o el violentar de las mandrágoras
Edgar Saavedra
o el violentar de las mandrágoras
Edgar Saavedra
El asco nos embarga ante el espectáculo del devenir humano
y nos obliga renunciar a los «sentimientos», a liquidarlos.
Ellos son el origen de las adhesiones ambiguas, de los estúpidos «sí» al mundo.
Cuando estamos furiosos, tenemos ataques de santidad laica durante los cuales
elaboramos nuestro propio epitafio.
E.M. Cioran. De lágrimas y de santos
Valerie Campos riza el rizo. Ajusta sus ovarios (son de oro). Penetra y es penetrada por la noche. Noche del mundo y ensayo del saltarín de la canícula que humedece las dos grutas. En el fin los tiempos. Toc, toc del insomnio y su vehemencia. Nostalgie de la boue. Cierta congoja debajo de la lengua que muerde y pica como una serpiente. «Veneno de áspides». La disimulada llamada del destino y sus cinco golpecitos. El sordo. El ciego. El diablo. La escalera. Mascarón que le saca la lengua a la tormenta. Valerie vértigo, Valerie pesadumbre. Luminosa y falaz.
Vaya. Ha sido una mujer. Antes, nadie. Purísima cuchibruja. Salvo la iconografía tolediana y su permiso para portar falos. Esplendorosa fauna del pillo y su parafilia fantástica. Luego, nada. Ni la pájara lésbica ni el cuervo holgado. La moralina purpurina. Color obispo de la pintura actual oaxaqueña. Una bofetada que resuena en el cenobio. El santo oficio la condenaría al violón de las comadres. Imaginería barroca para el placer y el dolor. Y el tedio ¿como se engulle? A sorbos, a trozos, a trapo y a garganta. Y la realidad ¿como se masturba? Con margaritas, con cerdos, con cuchillos, con sangre, con atole, con el dedo. El dedo, el dildo, el dédalo; el pozo negro, los pelos, las señales.
Donde los sueños se vuelven realidad es una pintura que nunca se acaba de mirar. Porque se mira con los ojos de la conciencia, porque se mira con los ojos del deseo, porque la impudicia de mirar provoca un breve sobresalto de éxtasis y comején. Hacia dentro. Como le crece el vello a la muerte. Valerie y sus paráfrasis. Su nervio goyesco y las trizas de Goitia detenido frente al ahorcado. Figuración-expresionista-intervenida-deliberada-zambullida-recogida de reversa. A pequeñas dosis de mala conciencia. Las ganas de abismarse, tal vez. El verbo ronda la imagen. Ronca. La palabra, sobretodo. Inútil. Y putilla.
El grito sin grito de Munch. El desnudo tumbado erecto de Bacón. La perra ensalivada de Pávlov, con campanita. Las fresas con crema. La mierda. El miedo. El mirador mirado rompe su escafandra. El trompetero busca la sordina. Se echa aire. Sopla. Evohé. «¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentía balparamar, perlinos y márulos».
Si Platón les dijo a los griegos que eran como ranas sentadas en torno a un estanque, Valerie Campos convierte a los espectadores en voyeurs involuntarios que se encuentran de repente frente al pozo de sus propios deseos: el riff de la inmundicia, la pederastia (aire muy familiar en los políticos, en los padres impolutos), el canibalismo, la necrofilia, el yo más vital, pues, el maldito yo, común y ordinario, parado frente a la estéril circunstancia. Entonces es. Víctima, victimario. Solo souvenirs de mendigos. ¡Que predicamento!
La intensidad dramática en cada uno de los óleos —la secularidad al límite—, la purga de la guerra, la tortura que se desdobla para ensartarse en el imaginario del artista. Aun más: el aullido asnal de la lujuria. La vorágine empieza cuando la razón se revienta en las manos de la pitonisa de los incendios. Como en Bacon, el hombre deviene en animal, se convierte en un trozo de conciencia arrojada a la piara. No es que desfigure en sí mismo, más bien, se imanta de perversidad y delirio. Me es imposible no pensar en ese fragmento de Roland Barthes y en el que parece inspirarse uno de sus cuadros: “Cuando imagino suicidarme por una llamada telefónica que no llega, se produce una obscenidad tan grande como cuando, en Sade, el papa sodomiza a un pavo. Pero la obscenidad sentimental es menos extraña, y eso es lo que la hace más abyecta; nada puede superar el inconveniente de un sujeto que se hunde porque su otro adopta un aire ausente, mientras existen todavía tantos hombres en el mundo que mueren de hambre, mientras tantos pueblos luchan duramente por su liberación…”. Sin discernimiento, imposible lamer este plato.
«El masoquismo, el sadismo y casi todos los vicios, en realidad, son tan solo maneras de sentirse más humano». Michael le ha dicho Francis.
Y sin embargo, no hay autodestrucción. Celebraría eso. Confiemos que más adelante. Mientras tanto, ella le da otra vuelta a la rueda. Se convierte en una anti-heroína. Desfigura —con la paciencia de un golondrinero— la última virtud que perdería el penitente artista oaxaqueño: el color. Nos lleva a dar un paseo en la aridez más alucinante: a un campo de atonías donde ¿levita? un personaje de Abu Ghraib que se ha convertido en espantapájaros y mira de reojo —con terror absoluto— un cuervo que no hace más que graznar hacía dentro: never more. Metáfora, argot, dolor de vientre. Quisiera soñar nuestro espantapájaros y dejarse consolar por Dionisos, como aconsejaba Hölderlin a los poetas. No. Vendrá en un momento el «Mola mulo, definitivamente turbio y tierno, con llamas en la cola y en el culo». ¿O es que este cuadro se refiere al sagrado olor de la panadería? Por cierto, de la noche a la mañana al espantapájaros le ha empezado a crecer el vello púbico. El espectador podrá acariciarlos. Oler su almizcle. ¡Diva! ¡supplicem axaudi!
¡Con ustedes: las chicas hentai! Las mangas japonesas en episodios truculentos, en gula y estrangula. ¿Que quiere usted, matarile, rile, ron? Yo quiero un paje, matarile, rile, ron. Escoja usted, matarile, rile, ron. Yo escojo a Juanita, matarile, rile, ron. Fiesta de Goya la goyesca. Sus grandes ojos, sus porciones perfectas, la sórdida demencia de que algo es pero no es. Adivina adivinador. Meter y sacar. Así se atiza. Orgasmo squirt. La blasfemia súbita. (Dale hasta que ronquen los pulmones y la ferocidad del aliento desintegre la mínima pureza).
Valerie y la apología de una época frígida y sucia. El juego y la provocación abastecen esta serie. Listas para producir espasmos. En los cuadros, no obstante, se descubre una función emblemática: expresar la condición inmoral de la sociedad, la mercadería de los valores; la exhibición de un sistema cultural corrompido y adicto a la violencia. La apariencia, la convención burguesa (grosero estribillo) quedarán develadas al final de la sala. Por otro lado, Naturaleza muerta y sus contextos, muestra, si se quiere, la parte oscura del mainstream. Los galeristas hipócritas y las arpías de poca monta que solo les hace falta portar una burka y rebuznar. Palabras de Lacan: «No todos los días encontramos lo que está hecho para dar a ustedes la justa imagen de vuestro deseo». Engullir fetiche, mucho fetiche. Vamos, pues, colguemos un cuadro en la sucursal barroca de Babilonia la Grande, esa ramera. Otro más en el Palacio. En el parque. En el corazón escupido, el abominable corazón de la ‘servidumbre voluntaria’. En el vértigo radical de la memoria crecerá desde ahora una herejía.
Fin de la jornada, Bartholino. En la danza macabra se va al infierno cantando y chupando, parece decir la serie de Valerie Campos. Vaya esta vieja tonadita mientras escapamos de la polvareda de sus sueños: “Si oyes el rumor de naves y batir de olas, evohé. Si al pasar lista a tu cuerpo te falta la cabeza, evohé. Si se mueren solemnes tus últimas certezas, evohé”.