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20/9/11

bajita la tenaza

Fantasías del convento
Rogelio Laguna


Tal vez no haya siglos de la historia más desconocidos para los mexicanos como los siglos coloniales. La Nueva España aparece en la conciencia como una mera transición a la conformación nacional y se pasa rápido sin observar los detalles. Lo que se deja de lado, sin embargo, es un crisol complejo, un mundo insospechado en el que la realidad y la fantasía no tienen límites claros.

Refirámonos en esta ocasión al siglo XVII, no sólo porque está poblado de elementos fantásticos, sino porque es el siglo de Sor Juana (valga como un breve homenaje).

Lo que debemos advertir desde ahora es que el mundo del siglo XVII está fusionado ampliamente con el mundo religioso, que también influía en la ciencia, la moral y la política de la época. Del mundo religioso provenían la mayoría de los elementos fantásticos, por lo que es sumamente difícil establecer qué era realidad y qué era ficción en ese contexto. Lo que nos queda más bien es un siglo asombroso en el que se vivía rodeado de fantasmas, visiones proféticas, apariciones demoniacas y éxtasis místicos.

Podemos referir, por ejemplo, a la historia de la monja Marina de Navas a quién san Francisco en una visión le mostró millares de almas que ardían en el purgatorio y la hizo cambiar de vida. Aunque después fue atormentada por los diablos chocarreros, que subían a su celda y tocaban la puerta para despertarla. Marina optó por dejar abierta la puerta para evitar las bromas. Poco después se vio obligada, también, a clausurar la ventana, porque el diablo tomando la figura de indio o de un negro se asomaba por la ventana y le hacía gestos cómicos que la distraían de sus oraciones.
En el siglo XVII, aclara Fernando Benitez, los demonios no eran tan crueles o malignos (como en las películas de terror), y se contentaban con hablar de cosas mágicas, hacerse pasar por gatos negros, por monjas, jesuitas o mujeres seductoras, lanzar carcajadas, jugar box o lucha libre, tirar las tazas de chocolate de las religiosas, entre otras diabluras. Las almas del purgatorio, en cambio, eran más impertinentes y temibles, no dudaban en atormentar monjas y frailes solicitando misas en pos de su alma en pena.

A veces el propio Cristo aparecía en escena. Recordemos el caso de la madre Felipa de Santiago, que lamentándose de su pobreza y dificultades frente a un crucifijo, tuvo a bien importunar al propio Dios que le dijo enfadado: “¿Cómo te atreves a venirme con esas cosas?”, para después provocarle un desmayo y dejarla ciega desde entonces, pero bien guiada por su ángel guardián y las ánimas del purgatorio como lazarillos.

Tema a parte son aquellas imágenes que surgían acerca del cuerpo y que obligaban a la gente a rechazarlo como fuente de pecado, algo sucio y opuesto al alma. Muchas monjas y sacerdotes llevaban cilicios, cruces y collares de clavos. Las monjas adineradas pagaban a sus criadas para que las azotaran inmisericordemente. Fernando Benítez en su libro Los demonios del convento cuenta que una monja santa a la hora de la comida llegaba al comedor desnuda hasta la cintura y se flagelaba ante sus hermanas entre lágrimas, sollozos, y confesiones de pecados nimios por los que temía ganarse el infierno. (Menudo espectáculo que sería sumamente rentable e ilegal en nuestros días).

Tampoco eran extrañas las monjas que predecían la muerte de los personajes importantes o de los miembros del claustro. O los religiosos en éxtasis que narraban a los feligreses las llamas del infierno y las visiones del paraíso.
¿Realidad o ficción? Lo que tal vez nos muestren estas historias es que la división entre estos ámbitos no es clara, y es un eterno campo para el nacimiento de lo fantástico.

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